En los albores del tiempo, cuando la tierra aún era joven y los hombres no conocían el fuego ni el arte de sembrar, descendió de los cielos una deidad envuelta en plumas de quetzal y escamas relucientes. Su nombre era Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, dios del viento, del conocimiento y del amanecer. Los pueblos que habitaban las vastas tierras del Anáhuac lo vieron llegar como un maestro y un padre. No traía armas ni exigía sacrificios. En su lugar, trajo semillas de maíz, palabras de sabiduría y canciones que hablaban del cosmos. Enseñó a los hombres a cultivar la tierra, a tallar la piedra, a medir el tiempo según las estrellas. Allí donde Quetzalcóatl caminaba, florecía la vida.
Gobernó en la gran ciudad de Tollan, también llamada Tula, donde su palabra era ley y su ley era justa. Los templos se alzaban en su honor, no para derramar sangre, sino para honrar la creación. Era un dios cercano, distinto de los otros: no pedía temor, sino comprensión. Pero no todos los dioses compartían su visión. Desde las sombras, Tezcatlipoca, el espejo humeante, lo observaba con recelo. Su espíritu era antiguo, hecho de caos y de noche. No podía permitir que la armonía de Quetzalcóatl echara raíces tan hondas.
Así, una noche, Tezcatlipoca descendió al mundo disfrazado de anciano. Se presentó ante Quetzalcóatl y le ofreció un brebaje oscuro, prometiéndole que en él hallaría la respuesta a los secretos del universo. Quetzalcóatl bebió, y bajo el embrujo de aquel licor, perdió su juicio. Cayó en el error, y con él, su pureza. Cuando despertó, con la mente nublada y el corazón roto por la vergüenza, supo que ya no podía seguir reinando. Había fallado. Abandonó la ciudad entre lamentos y suspiros del pueblo. Caminó hacia el oriente, hacia la orilla del mar, donde el sol se levanta.
Allí, en la playa, encendió una pira y se tendió sobre ella. Las llamas no lo destruyeron, sino que lo transformaron. Del fuego nació una estrella brillante que subió al cielo: la estrella de la mañana, el lucero que anuncia el alba. Desde entonces, Quetzalcóatl no habita entre los hombres, pero cada amanecer recuerda su promesa: algún día volveré. Y mientras los pueblos siguen sembrando, cantando, y mirando al cielo, el espíritu de la serpiente emplumada vive aún, invisible pero eterno, en cada soplo de viento y en cada brote de maíz.