Hace mucho tiempo, en la isla de Creta, gobernaba un rey poderoso llamado Minos. Para demostrar que los dioses lo favorecían, pidió al dios Poseidón que le enviara un toro sagrado. Poseidón le concedió su deseo y del mar emergió un majestuoso toro blanco. Pero Minos, en lugar de sacrificarlo como había prometido, decidió quedárselo por su belleza. Esto enfureció al dios, que decidió castigar su desobediencia de una forma terrible. Poseidón hizo que la esposa del rey, Pasífae, se enamorara perdidamente del toro. Bajo ese hechizo, Pasífae logró unirse a la bestia, y de esa unión nació una criatura monstruosa: el Minotauro, con cuerpo de hombre y cabeza de toro. La bestia creció con una fuerza brutal y un carácter salvaje. Incapaz de matarlo, pero temiendo su furia, Minos mandó construir un enorme laberinto sin salida para encerrarlo, y encargó la tarea al ingenioso arquitecto Dédalo.
Con el tiempo, tras una guerra con Atenas, Minos impuso un tributo cruel: cada nueve años, los atenienses debían enviar siete jóvenes y siete doncellas para ser devorados por el Minotauro. Era un castigo que llenaba de dolor al pueblo ateniense. Entonces apareció un joven príncipe llamado Teseo, decidido a acabar con la maldición. Se ofreció como uno de los tributos y partió hacia Creta. Allí, la hija del rey, Ariadna, quedó cautivada por su valentía. Decidida a ayudarlo, le entregó un ovillo de hilo mágico para que pudiera encontrar la salida del laberinto después de enfrentarse al monstruo.
Teseo descendió al oscuro laberinto, desenrollando el hilo tras de sí. Buscó sin descanso entre los pasillos interminables, hasta que encontró al Minotauro. Lucharon en la penumbra, y finalmente Teseo logró vencerlo. Siguiendo el hilo, logró salir del laberinto y escapar con los jóvenes atenienses… y con Ariadna. Así terminó el reinado de terror del Minotauro, y el hilo de Ariadna se convirtió en símbolo de guía, ingenio y esperanza.