En el principio, solo existían el cielo y el mar en calma. No había nada que se moviera, nada que vibrara, nada que hiciera ruido. Solo la inmensidad silenciosa y las tinieblas primigenias. Pero en las profundidades de las aguas, bajo las plumas verdes y azules de Kukulkán, la Serpiente Emplumada, y Tepeu, el Creador, el Formador, comenzaron a conversar.
¡Que se haga!, dijeron. Y su palabra, como una semilla, germinó en la oscuridad. De su pensamiento surgieron la tierra, las montañas y los valles. Las aguas se separaron, y el cielo se elevó. Así, el corazón del cielo y el corazón de la tierra se unieron.
Pero la creación aún estaba incompleta. Los Creadores necesitaban seres que los alabaran, que recordaran sus nombres. Intentaron crear hombres de barro, pero eran frágiles y se deshacían con la lluvia.
Luego los hicieron de madera, pero eran vacíos, sin alma ni entendimiento. Caminaban sin rumbo, sin recordar a sus creadores.
Pero los Creadores se asustaron de su propia creación. Los hombres de maíz eran demasiado perfectos, demasiado parecidos a los dioses. Para que no se olvidaran de su origen, nublaron su vista, limitaron su entendimiento. Así, los hombres recordarían siempre que eran criaturas creadas, y que debían honrar a sus formadores.
Y así fue como nació el mundo maya, de la palabra creadora y del sagrado maíz. Una historia que se cuenta de generación en generación, recordando el origen de todas las cosas y la importancia de la memoria.